Mis cambios de opinión

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Parece sencillo. «He cambiado de opinión.» Sujeto, verbo, predicado: un acto claro, puro, sin adjetivos ni adverbios que vengan a enmendar o atenuar nada. «No, no pienso hacer eso: he cambiado de opinión» suele ser una afirmación irrefutable. Implica la existencia de poderosos argumentos que aducir en caso de necesidad. Es bien conocida la respuesta que dio el economista John Maynard Keynes cuando le acusaron de ser incoherente: «Cambio de opinión cuando cambian los hechos». De modo que tanto él como nosotros realizamos, confiados y de buen grado, toda esta operación. El mundo, por desgracia, puede decantarse por la incoherencia, pero nosotros no.

Y, sin embargo, la expresión abarca una gran diversidad de actividades mentales, algunas aparentemente racionales y lógicas, otras elementales e instintivas. Puede que algo se vaya cociendo por debajo del nivel de conciencia hasta que de golpe nos percatamos de que sí, de que hemos cambiado por completo de opinión sobre tal asunto, tal persona, tal teoría, tal visión del mundo. En una ocasión, el dadaísta Francis Picabia lo expresó así: «Tenemos la cabeza redonda para que nuestros pensamientos puedan cambiar de orientación». Y me parece que es una definición tan atinada de nuestros procesos mentales como lo es la afirmación de Maynard Keynes.

Cuando yo era niño, los adultos de la generación de mis padres solían decir: «Cambiar de opinión es un privilegio de mujeres», lo cual, desde un punto de vista masculino, tanto podía ser un rasgo encantador como exasperante. Se consideraba algo esencialmente femenino, a veces meramente caprichoso, otras profundamente emocional e intuitivamente inteligente –la intuición era otra cualidad femenina–, que iba relacionado con la auténtica naturaleza de la mujer en cuestión. Por lo tanto, quizá se podría decir que los hombres eran keynesianos y las mujeres picabianas.

Hoy en día rara vez oímos expresiones como esta acerca del privilegio de las mujeres, y sin duda mucha gente las considera machistas y paternalistas. Por otra parte, si lo enfocamos desde un punto de vista filosófico o neurocientífico, el asunto ofrece un aspecto algo distinto. «He cambiado de opinión.» Sujeto, verbo, predicado, una sencilla operación bajo nuestro control. Pero ¿dónde está ese «yo» que cambia esa «opinión» como el jinete que guía al caballo con las rodillas o el piloto de un tanque dirigiendo su avance? Desde luego, no es muy visible para la mirada del filósofo o el estudioso del cerebro. Ese «yo» del que estamos tan seguros no es algo separado de la mente, sino que más bien se encuentra dentro de ella y surge de su interior. En palabras de un neurocientífico, «no hay un yo» localizable dentro del cerebro. Lejos de ser jinetes o tanquistas, nos encontramos a los mandos de un vehículo sin conductor rumbo a un futuro inmediato. El observador externo ve un vehículo y un volante, y a alguien sentado que lo maneja. Y esto es así, con la salvedad de que en este modelo concreto el conductor no puede pasar del modo automático al manual, ya que no existe ningún modo manual.

Traducción: Jaime Zulaika

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